Esta es una larga historia. Tanto que aún está por terminar.
Aunque casi ni ha comenzado y ya parece finalizada.
Pero, yo, que soy testigo privilegiado de la misma, puedo deciros que no hay nada imposible y que hay algo que todo lo hace posible: el amor. Es el puente que lleva a la Unidad, al prodigio, a lo inesperado, a lo insólito, a lo increíble, incluso, al milagro y a la resurrección, (creáis o no en el Profeta de la Era de Piscis, sus hechos y hazañas, en su mensaje).
¡Mas dejémonos de trabalenguas!
Os la cuento, la historia, y ya me entenderéis.
Empecemos, pues, con la narración, que es lo que nos ha reunido aquí y ahora.
Érase una vez una inteligente muchacha (sí, las mujeres, hasta las más bellas, también pueden serlo, y es, precisamente, eso lo que más bellas las hace).
Además Carola, que es el nombre de nuestra protagonista femenina, era culta, sensible y (lo esperabais ya), sí, linda, muy linda. Y joven, aunque ya no lo fuera tanto mirando al calendario, lo parecía, lo manifestaba y, en el fondo, seguía, y seguiría, siéndolo mucho, mucho, mucho tempo.
¡Perdón!
Me ha salido decirlo en su lengua, en la de ella.
¡Su lengua!
En realidad, ella hablaba varias, y el más bello idioma, también, ese que no se pronuncia con los labios.
¡Ella...!
Ella era, en realidad, una princesa de estirpe Carolingia. Hasta su nombre lo delataba. No hay casualidades. Todo son causalidades.
Era de antigua ascendencia real, descendiente de...
¡Bueno, dejémonos de genealogías!
Además, eso ya nadie lo sabía, ni siquiera ella. Ese antiguo conocimiento se había perdido en los laberintos del tiempo.
Aunque hubo quien lo descubrió, a quien le fue revelado.
¡Mas no adelantemos los hechos!
¡Eso llegará luego!
Tal vez otro día.
O no llegará.
Si no viene al caso.
Ella...
Ella.
No penséis que, por ser princesa, ella fuera por la vida enjoyada, engalanada, cubierta de oro, de piedras preciosas, de metales nobles y de sedas.
No.
Era sencilla.
Le gustaba lo natural, lo cálido, lo acogedor, el confort y la comodidad. Del hogar.
Pocos caballeros podían recodar que hubiera ella usado, jamás, altos tacones.
Incluso sus damas de compañía apenas la podían recordar subida a otra cosa que sobre sus largas y estilizadas piernas.
Su mejor calzado. Sus bellos pies.
Era una mujer sencilla que gustaba de lo sencillo que se deleitaba con cosas simples, incluso cándidas, que otras sensibilidades no eran capaces de descubrir y disfrutar.
Sí, intuiréis que, a esta historia, llegó otro alma tierna que, enseguida, comulgó con la de ella.
Pero sigamos con la historia.
Pasemos a él.
Él.
Se llamaba Dúpulan en la lengua común que ahora empleamos.
En su propia lengua, en la de él, tenía otro nombre, que se olvidó, junto con dicha lengua.
Incluso "Dúpulan" no era su nombre, sino una contracción del mismo. Que ya pocos eran capaces de explicar. Así que se lo conocía, simplemente,
como Dúpulan. O Dúpulan el Aventurero.
Él era aventurero. Al menos así lo llamaban. Decían que había recorrido todas las tierras conocidas. O casi. Que había vivido muchas historias
increibles la mayor parte en la horizontal (o eso decían). Contaban proezas, hazañas y atrocidades sobre él. A partes iguales.
Rodaba por el mundo huyendo del mal que él iba sembrando por donde pisaba. Al menos había quien eso decía.
Ellas hablaban más de los romances, innumerables, que se le atribuían.
Ellos de "historias" de las que jactarse de taberna en taberna.
Pero Dupulan raramente iba a las tabernas. Había hasta quien lo acusaba de eso mismo. Y de mostrarse tan superior y soberbio.
En realidad, y esto casi nadie lo sabía, Dúpulan buscaba una sola cosa: su hogar.
No el de su madre, ni el de su tempranamente desaparecido padre. Sino el suyo propio.
Su casa estaba hecha de piel, músculos y huesos.
Se elevaba sobre dos firmes y esbeltos pilares (carolingios) bien torneados.
Techada de larga cabellera.
Abriéndose al mundo a través de dos impresionantes ojos.
Un hogar dulec, tierno, acogedor, pero bien construido y consistente.
Buscaba a la princesa que siempre había soñado. Y que, en tantas mujeres, había perdido.
Ya había estado en muchas posadas, pero ninguna era la que buscaba.
No le bastaba un cuerpo.
Buscaba un alma.
Y eso era lo difícil de encontrar.
Sabía que la belleza del cuerpo se marchitaba, al menos, se transformaba. Él mismo ya pasaba las cinco décadas. Por eso mismo, su búsqueda, en ese momento que contamos, era más práctica y mejor dirigida: ya no se conformaba con cuaquier cosa.
Así que lo que buscaba, era lo que más lo podía satisfacer, estimular y excitar: un alma con la que pudiera danzar en amornía con la suya.
Una delicada pero fuerte,
sensible pero tenaz,
culta mas humilde,
inteligente más sencilla.
amorosa,
juguetona,
atractiva,
dama.
En sus sueños aparecía
recurrentemente.
Y eso no hacía más que desesperarlo más, pues cada mañana, al despertar, se sentía más lejos, más perdido.
Como si los sueños y la realidad se hubiesen confabulado para hacerlo sufrir con la cotidiana pérdida y el diario onírico reencuentro.
Él ya contaba 5 décadas, ella mediaba la treintena.
Y el destino aún no consideraba que el momento hubiera llegado para el encuentro de ella y de él.
Salvo el de los sueños.
¿Por qué?
Había un maleficio que pesaba sobre ella: ella había sufrido tanto por amor, bueno, mejor dicho, por desamor, por incomprensión, por falta de esa magia que se da cuando dos personas realmente se aman, que ya no esperaba encontrar el amor. Más bien lo temía. Y se cerro al amor.
Lo escondió en un profundo recoveco al que nunca acudía.
Más que en sueños.
(continuará)
Gerttz